lunes, 5 de marzo de 2012

Reino de Pesadilla (III)


Durmieron al raso, sin encender fuego alguno para no revelar su posición. Abdap se ofreció otra vez para llevar a cabo la guardia pero esta vez decidieron que harían turnos puesto que no podían arriesgarse. Se apretaron los unos contra los otros para evitar pasar tanto frío.

Pasadas las horas nocturnas. No hubo más novedad que el ataque de un búho que trató de engullir a Abdap, incidente resuelto rápidamente por Guilles. La luz de aquél reino no se acrecentó en demasía, parecía condenado a un eterno crepúsculo. Desayunaron búho asado y se pusieron en marcha.

El silencio se había apoderado del grupo mientras Guilles los guiaba hacia el mismo centro del reino para enfrentarse al Nuckelavee, sin saber que contratiempos les podían esperar. El bosque estaba prácticamente desierto y la sensación de tensión embargaba el aire gélido, mientras sus alientos dibujaban nubes de vapor ante ellos.

Pronto volvieron al camino y avanzaron a través de sus sinuosos recodos con toda la cautela de la que eran capaces.

-          Aquí empieza ahora el bosque más espeso. – dijo Guiles - cuidado pues podrían vernos, procurad respirar a pleno pulmón, huele a rosas más adelante.

Tras unas pocas curvas más de aquél camino embarrado el bosque se abrió para dar paso a una ciénaga cubierta por una neblina baja. Llena de árboles pútridos de los que colgaban largas tiras de musgo maloliente. Más allá de la ciénaga se veía, no demasiado lejos, una montaña coronada por una fortaleza ruinosa.

-          ¿Allá se oculta el Nuckelavee? – Preguntó, emocionada, R’uya.

-          No. – Respondió con sequedad Guiles. – Después del castillo encontraremos al Guardián de la Ciénaga, es un ser maravilloso con un gran sentido del honor pero sin nada de curiosidad. Es muy poderoso así que provocadle cuanto queráis.

-          ¿No podemos esquivar o engañar al guardián? – Inquirió Alanna.

-          Seguro, no sabe nada de lo que pasa en su ciénaga. – Aseguró, convencido Guilles. – Dicen que hay maneras de conseguir que te gane fácilmente. Pero para eso tendríamos que ir a visitar a la hermosa hija del Nuckelavee y conseguir que nos coma, lo que es bastante difícil.

-          ¿La hija del Nuckelavee no puede decir cómo ganar a su padre? – meditó en voz alta Alanna – Pero no creo que traicione a su padre por las buenas…

-          Se quieren mucho, tanto que envían a sus respectivos esbirros a darse abrazos entre sí hasta que los de uno de los dos no puedan respirar más de tanto que se aprietan. – terció nuevamente Guilles – Quizás si le ofrecemos la pezuñas de su padre decida comernos primero y ayudarnos después.

-          R’uya… ¿Cómo es un Nuckelavee?

-          Es… feo, muy feo. Tiene cuerpo de caballo, enorme y putrefacto. Sus pezuñas son en parte aletas, pues pese a todo es un ser que habitaba los mares, aunque los hay algunos más “terrestres” y sus pezuñas son negras como la noche y están astilladas. – empezó a recitar R’uya, recordando desordenadamente las características del ser. – Sus ojos son rojos y atraviesan el alma en una cabeza demasiado grande y pesada para el cuello que la sostiene, con lo que se bambolea de un lado a otro mientras corre… Además tiene un torso vagamente humano justo en medio de la espalda, con unos larguísimos brazos cuyas garras rozan el suelo. No tiene piel, por lo que puedes ver su carne y tendones directamente, las venas son amarillas y su sangre negra.

-          Asqueroso – Alanna hizo una mueca - ¿No recuerdas alguna manera de vencerle?

-          Me temo que no…

-          Eso quiere decir que tendremos que ir a ver a la hija…

-          Me pregunto quién se prestaría a tener una hija con semejante bicho – intervino Abdap.

Guilles los desvió del camino y empezaron a bordear la ciénaga hacia lo que Alanna creía que era el este, aunque no podía asegurarlo. Se sentía completamente desorientada en el Ensueño y más aún en aquél reino de Pesadilla.

El frío y la oscuridad mermaban la jovialidad de Abdap y de R’uya, incluso la suya propia. Alanna era consciente de que tenía que levantar los ánimos de sus compañeros, pero no podía levantar siquiera el suyo propio. Guilles parecía medianamente feliz, aunque estaba aprendiendo que con un Pooka nunca se sabe.
La peste que llegaba de la ciénaga nublaba todos sus sentidos y  los mareaba pero continuaban caminando. El objetivo era ahora la guarida de la misteriosa hija del Nuckelavee, un ser innominado y que Guilles se negaba a describir. La guarida se hallaba en uno de los extremos de aquél reino. Un torreón construido en el límite de unos acantilados a punto de derrumbarse sobre el mar.

Aquella región era relativamente pequeña, en sí todo el reino era pequeño dando a entender que aún no había concentrado mucho poder. La roca desnuda azotada constantemente por el viento marino, húmedo y salado, era resbaladiza y llena de traicioneros huecos. No había resguardos ni escondrijos, quedando ellos expuestos a miradas indiscretas. En contraposición, si alguien los observaba ellos también lo verían.

Pero no parecía que se fuera a dar el caso, aquello parecía completamente desierto desde el momento en el que se alejaron de la ciénaga. Aquello preocupaba seriamente a Alanna. Aquél reino estaba muy poco poblado, pero no lo suficiente como para no encontrar alguno de los esbirros del Nuckelavee o de su hija, más cuando al parecer estaban en guerra abierta.

El torreón cada vez se alzaba más cercano, construido con pequeños bloques desiguales de pizarra, negra y desgastada. Ofrecía un aspecto deplorable, memoria de lo que antaño podría haber sido una talaya de vigilancia bien provista. Buena parte de los bloques que habían constituido los pisos superiores del torreón estaban esparcidos aquí y allá y en la cara norte había una abertura que debía de funcionar como puerta. Alanna se adelantó para cruzarla pero Guilles la detuvo:

-          ¡Oh excelsa dama de las marismas! –Gritó Guilles – ¡Hónranos con tu presencia de abrumadora belleza!

-          A veces su maldición es una bendición – murmuró R’uya al oído de Alanna, Abdap asintió.- Mira como dice esas barbaridades sin siquiera pestañear.

Alanna esbozó una sonrisa, que se congeló y desapareció en el mismo instante en el que oyeron la pesada rozadura de algo quitinoso contra la roca, proveniente del interior del torreón.

Las rozaduras dieron paso a una especie de pata, mezcla de pierna humana  con pata arácnida. Luego apareció una segunda y un torso bulboso, lleno de pústulas y tras él aún dos patas más. La cabeza de aquella cosa, que se alzaba unos pocos centímetros más arriba del busto informe y desigual, era una especie de bola esférica, con ojos similares a los de las arañas, una boca vagamente humana y un pelo ralo y sucio de color indeterminado.

-          ¡Comida a domicilio! – La hija del Nuckelavee tenía una voz estridente y sin modular y reflejaba un tétrico entusiasmo. – Sorberé vuestros huesos, haditas.

La criatura dio saltitos emocionados mientras daba palmas con unas manos que hasta el momento habían estado ocultas bajo el busto.

-          Venimos a ofrecerte algo mucho peor que nosotros – Dijo Guiles – Las pezuñas de tu amado padre.

-          ¿Qué? – la pregunta fue poco más que un chirrido - ¿Lo habéis matado?

-          No aún, pero pronto si nos ayudas – Intervino Alanna.

-          ¿Y por qué debería ayudaros?

-          Sabemos lo que quieres de él – se arriesgó Alanna – sólo nosotros podemos conseguir que quede al    alcance de tu mano.

-          ¿Haríais eso por mí? – aquella voz empezaba a enervar al grupo.

-          Llamémoslo daño colateral. –sonrió Alanna, negándose a comprometerse directamente.

-          Bien, bien… llevadlo a un río de agua dulce, ¡llevadlo! – gritó la criatura. - ¡Llevadlo y ahogadlo en él!

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