Durmieron al
raso, sin encender fuego alguno para no revelar su posición. Abdap se ofreció
otra vez para llevar a cabo la guardia pero esta vez decidieron que harían
turnos puesto que no podían arriesgarse. Se apretaron los unos contra los otros
para evitar pasar tanto frío.
Pasadas las
horas nocturnas. No hubo más novedad que el ataque de un búho que trató de
engullir a Abdap, incidente resuelto rápidamente por Guilles. La luz de aquél
reino no se acrecentó en demasía, parecía condenado a un eterno crepúsculo.
Desayunaron búho asado y se pusieron en marcha.
El silencio se
había apoderado del grupo mientras Guilles los guiaba hacia el mismo centro del
reino para enfrentarse al Nuckelavee, sin saber que contratiempos les podían
esperar. El bosque estaba prácticamente desierto y la sensación de tensión
embargaba el aire gélido, mientras sus alientos dibujaban nubes de vapor ante
ellos.
Pronto volvieron
al camino y avanzaron a través de sus sinuosos recodos con toda la cautela de
la que eran capaces.
-
Aquí empieza ahora el bosque más espeso. – dijo Guiles -
cuidado pues podrían vernos, procurad respirar a pleno pulmón, huele a rosas
más adelante.
Tras unas pocas
curvas más de aquél camino embarrado el bosque se abrió para dar paso a una
ciénaga cubierta por una neblina baja. Llena de árboles pútridos de los que
colgaban largas tiras de musgo maloliente. Más allá de la ciénaga se veía, no
demasiado lejos, una montaña coronada por una fortaleza ruinosa.
-
¿Allá se oculta el Nuckelavee? – Preguntó, emocionada, R’uya.
-
No. – Respondió con sequedad Guiles. – Después del
castillo encontraremos al Guardián de la Ciénaga, es un ser maravilloso con un
gran sentido del honor pero sin nada de curiosidad. Es muy poderoso así que
provocadle cuanto queráis.
-
¿No podemos esquivar o engañar al guardián? – Inquirió Alanna.
-
Seguro, no sabe nada de lo que pasa en su ciénaga. –
Aseguró, convencido Guilles. – Dicen que hay maneras de conseguir que te gane
fácilmente. Pero para eso tendríamos que ir a visitar a la hermosa hija del
Nuckelavee y conseguir que nos coma, lo que es bastante difícil.
-
¿La hija del Nuckelavee no puede decir cómo ganar a su
padre? – meditó en voz alta Alanna – Pero no creo que traicione a su padre por
las buenas…
-
Se quieren mucho, tanto que envían a sus respectivos
esbirros a darse abrazos entre sí hasta que los de uno de los dos no puedan
respirar más de tanto que se aprietan. – terció nuevamente Guilles – Quizás si
le ofrecemos la pezuñas de su padre decida comernos primero y ayudarnos después.
-
R’uya… ¿Cómo es un Nuckelavee?
-
Es… feo, muy feo. Tiene cuerpo de caballo, enorme y
putrefacto. Sus pezuñas son en parte aletas, pues pese a todo es un ser que
habitaba los mares, aunque los hay algunos más “terrestres” y sus pezuñas son
negras como la noche y están astilladas. – empezó a recitar R’uya, recordando
desordenadamente las características del ser. – Sus ojos son rojos y atraviesan
el alma en una cabeza demasiado grande y pesada para el cuello que la sostiene,
con lo que se bambolea de un lado a otro mientras corre… Además tiene un torso
vagamente humano justo en medio de la espalda, con unos larguísimos brazos
cuyas garras rozan el suelo. No tiene piel, por lo que puedes ver su carne y
tendones directamente, las venas son amarillas y su sangre negra.
-
Asqueroso – Alanna hizo una mueca - ¿No recuerdas alguna
manera de vencerle?
-
Me temo que no…
-
Eso quiere decir que tendremos que ir a ver a la hija…
-
Me pregunto quién se prestaría a tener una hija con
semejante bicho – intervino Abdap.
Guilles los
desvió del camino y empezaron a bordear la ciénaga hacia lo que Alanna creía
que era el este, aunque no podía asegurarlo. Se sentía completamente
desorientada en el Ensueño y más aún en aquél reino de Pesadilla.
El frío y la
oscuridad mermaban la jovialidad de Abdap y de R’uya, incluso la suya propia.
Alanna era consciente de que tenía que levantar los ánimos de sus compañeros,
pero no podía levantar siquiera el suyo propio. Guilles parecía medianamente
feliz, aunque estaba aprendiendo que con un Pooka nunca se sabe.
La peste que
llegaba de la ciénaga nublaba todos sus sentidos y los mareaba pero continuaban caminando. El
objetivo era ahora la guarida de la misteriosa hija del Nuckelavee, un ser
innominado y que Guilles se negaba a describir. La guarida se hallaba en uno de
los extremos de aquél reino. Un torreón construido en el límite de unos acantilados
a punto de derrumbarse sobre el mar.
Aquella región
era relativamente pequeña, en sí todo el reino era pequeño dando a entender que
aún no había concentrado mucho poder. La roca desnuda azotada constantemente
por el viento marino, húmedo y salado, era resbaladiza y llena de traicioneros
huecos. No había resguardos ni escondrijos, quedando ellos expuestos a miradas
indiscretas. En contraposición, si alguien los observaba ellos también lo
verían.
Pero no parecía
que se fuera a dar el caso, aquello parecía completamente desierto desde el
momento en el que se alejaron de la ciénaga. Aquello preocupaba seriamente a
Alanna. Aquél reino estaba muy poco poblado, pero no lo suficiente como para no
encontrar alguno de los esbirros del Nuckelavee o de su hija, más cuando al
parecer estaban en guerra abierta.
El torreón cada
vez se alzaba más cercano, construido con pequeños bloques desiguales de
pizarra, negra y desgastada. Ofrecía un aspecto deplorable, memoria de lo que
antaño podría haber sido una talaya de vigilancia bien provista. Buena parte de
los bloques que habían constituido los pisos superiores del torreón estaban
esparcidos aquí y allá y en la cara norte había una abertura que debía de
funcionar como puerta. Alanna se adelantó para cruzarla pero Guilles la detuvo:
-
¡Oh excelsa dama de las marismas! –Gritó Guilles – ¡Hónranos
con tu presencia de abrumadora belleza!
-
A veces su maldición es una bendición – murmuró R’uya al
oído de Alanna, Abdap asintió.- Mira como dice esas barbaridades sin siquiera
pestañear.
Alanna esbozó
una sonrisa, que se congeló y desapareció en el mismo instante en el que oyeron
la pesada rozadura de algo quitinoso contra la roca, proveniente del interior
del torreón.
Las rozaduras
dieron paso a una especie de pata, mezcla de pierna humana con pata arácnida. Luego apareció una segunda
y un torso bulboso, lleno de pústulas y tras él aún dos patas más. La cabeza de
aquella cosa, que se alzaba unos pocos centímetros más arriba del busto informe
y desigual, era una especie de bola esférica, con ojos similares a los de las
arañas, una boca vagamente humana y un pelo ralo y sucio de color indeterminado.
-
¡Comida a domicilio! – La hija del Nuckelavee tenía una
voz estridente y sin modular y reflejaba un tétrico entusiasmo. – Sorberé vuestros
huesos, haditas.
La criatura dio
saltitos emocionados mientras daba palmas con unas manos que hasta el momento
habían estado ocultas bajo el busto.
-
Venimos a ofrecerte algo mucho peor que nosotros – Dijo Guiles
– Las pezuñas de tu amado padre.
-
¿Qué? – la pregunta fue poco más que un chirrido - ¿Lo
habéis matado?
-
No aún, pero pronto si nos ayudas – Intervino Alanna.
-
¿Y por qué debería ayudaros?
-
Sabemos lo que quieres de él – se arriesgó Alanna – sólo nosotros
podemos conseguir que quede al alcance de tu mano.
-
¿Haríais eso por mí? – aquella voz empezaba a enervar al
grupo.
-
Llamémoslo daño colateral. –sonrió Alanna, negándose a
comprometerse directamente.
-
Bien, bien… llevadlo a un río de agua dulce, ¡llevadlo! –
gritó la criatura. - ¡Llevadlo y ahogadlo en él!
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