La sensación de urgencia crecía en su pecho a cada día
que pasaba, hasta que ya no pudo esperar más a que la recibieran. Buscó a Sexto
a la hora de la comida:
-
Sexto. – Era al
único al que conocía ahí – Debo partir hoy y continuar mi camino, tareas
urgentes me reclaman y no puedo esperar más.
Sexto levantó con lentitud la mirada de su plato y miró
sin un particular interés a Alanna.
-
Seguramente no
tarden mucho – mentía descaradamente.
-
Ya no importa, me
esperan y ya me he demorado demasiado.
Esta vez fue ella la que dio media vuelta y se marchó a
por sus cosas. En la habitación la aguardaba Abdap, como siempre oculto y
vigilante.
-
Vengo sola, Abdap,
puedes salir. – dijo con dulzura.
-
No me gusta esta
gente, es desagradable estar cerca de ellos.
-
Allá donde voy hay
mucha gente así, quizás peor.
-
Aguantaré todo lo
que sea necesario, Alanna.
-
No, Abdap. Necesito
que hagas otra cosa…
-
No me dejarás aquí.
-
Abdap, no tengo
tiempo para discutir. – el tono de Alanna no permitía respuesta, el ratón
suspiró entristecido. – Necesito que encuentres a R’uya.
-
¿A R’uya? – aquello
animó al ratón - ¿Quieres que ellos te acompañen también?
-
No, no es eso. – La
decepción se hizo evidente en el rostro de Abdap. – Quiero que la encuentres y
la protejas a ella, para sí estar segura de que dentro de un tiempo nuestros
caminos puedan reencontrarse.
-
Pero… ¿y a ti?
¿Quién te protegerá a ti? – Alanna no respondió, se limitó a sonreír y terminó
de hacer la maleta.
Horas más tarde Alanna se hallaba en el puerto intentando
comprar un pasaje para el siguiente ferry hacia las islas, pero el primero que
salía era el nocturno que hacía la travesía en ocho largas y tediosas horas. Tuvo
que comprarse algunas cosas para poder cenar y también una pequeña manta, pues
la habían avisado de que en el barco pasaría frío, pese hallarse a finales de
agosto.
Del bar salió con un bocadillo para llevar y algunas
bebidas. Tenía varias horas antes de embarcar y las dedicó a pasear frente al
mar. Aquél mar era muy distinto a lo que estaba acostumbrada. El océano
Atlántico, de aguas frías, oscuras y vastas, recordaba chapotear en él a lo
largo de su infancia. El Mediterráneo en cambio era, o había sido, de aguas más
claras cuya contaminación había afeado. Eran aguas cálidas y tranquilas.
Suspiró, el canto de las olas al romper la llenó de
melancolía y de recuerdos. La brisa salobre, el sol del atardecer y las aguas
calmas componían una estampa que difícilmente olvidaría. Pero la beldad de
aquél momento se veía atenazada por el lejano horizonte y lo que se escondía
tras él, como una amenaza ominosa.
Lo más desconcertante era la ignorancia. No sabía que se
encontraría, ni siquiera sabía qué era lo que tenía que hacer, sólo que tenía
que llegar lo antes posible. Nadie le había dicho qué se encontraría ahí, había
esperado poder preguntar algo en la capilla per no se habían dignado a
dirigirle la mirada siquiera y su resentimiento hacia los herméticos había
crecido exponencialmente.
Subió por la pasarela que conectaba el muelle con la
cubierta, ya era noche cerrada y el ambiente había refrescado el aire. Siguió
las indicaciones de la azafata y trató de acomodarse en aquellas butacas de
color azul, marronoso por la suciedad. Trató de inclinar el asiento pero la
inclinación que permitía era ridícula.
A través de las ventanas el puerto empezó a alejarse. Las
sensaciones de Alanna en ése momento eran difíciles de describir: Emoción por
la partida, alegría por estar al fin tan cerca del objetivo, miedo por lo
desconocido, tristeza por la soledad… todo aquello y muchas más que era incapaz
de identificar se concentraban en la boca de su estomago. Tenía el corazón
acelerado y se revolvía en el asiento mientras buscaba una postura cómoda para
poder dormir, sin éxito.
Extendió la manta en el suelo y se tapó con ella, usando
la mochila como almohada. Se concentró en el balanceo del barco y poco a poco
sus párpados le pesaron más y más hasta que finalmente se cerraron y el sueño
la ganó.
Había un enorme reloj de péndulo oscilante frente a ella,
las agujas del reloj marcaban casi las doce, faltando apenas unos segundos para
que tocara la hora. Alanna se vio invadida por el pánico y gritó, tratando
parar del tiempo, pero el tiempo es inexorable. Corrió hacia el péndulo y trató
de pararlo, pero pesaba demasiado y se movía con demasiada fuerza. Lloró cuando
empezaron a sonar los tañidos de la campana que marcaba la hora.
Uno, dos, tres…
Alanna bajó la cabeza, derrotada.
Cuatro, cinco, seis…
Se dejó caer sobre el suelo.
Siete, ocho , nueve…
Alanna se incorporó, apartando la manta, de nuevo en el
ferry, en su mente resonaban aún los tañidos.
Diez, once y doce.
-
He fracasado, llego
tarde… - murmuró con voz quebrada.
Se levantó y salió a cubierta, el olor a sal y el frescor
de la noche le agradaban y le mejoraban el humor habitualmente. Aquella noche
no. Ahora que el silencio nocturno sólo era roto por el sonido de las olas
contra el casco y los riscos y acantilados de las montañas de la sierra de
Tramuntana se recortaban oscuros en la noche, podía ver las manchas de luz de
las diferentes poblaciones que se repartían entre las montañas. Minutos más
tarde el barco estaba llegando a puerto, cercano al muelle y disponiéndose a
atracar.
Alanna tenía prisa por salir de allí, de pisar tierra y
caminar. De alguna manera sabía, sin saber, dónde tenía que ir. Sentía al
destino obrando aquella noche.