Volvemos a las andadas, el relato para reiniciar la actividad del blog iba a ser otro, pero este ha sido un arranque y ahora no puedo evitar ponerlo por aquí, no me entretengo más, espero que os guste.
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La sal
en el aire, el canto de las olas, la brisa húmeda y el sol poniente
reflejándose anaranjado sobre el agua en constante movimiento.
Observaba las aguas con intensidad, olvidandolo todo por unos
minutos. Era hipnótico aquel vaivén, amaba el mar y unas pocas
veces lo había surcado. La sensación de pequeñez ante la
inmensidad, ante un horizonte infinito, era sobrecogedora y
permanecía sentado sobre las rocas en absorta contemplación,
preguntándose que había más allá de aquella inmensidad azul y si
quería realmente descubrirlo.
Los
más prosaicos habrían dicho de él que tenía sangre en las venas,
pero era una absurdidad que se limitaba al campo físico,
insuficiente para describir lo que era realmente. El mar y su alma
eran uno, su espíritu era una extensión más de aquél mundo,
profundo, insondable, salvaje. Se le erizaba el pelo cuando la
tempestad arreciaba, y la saludaba. Mientras se sentaba sobre
aquellas rocas, se erguía tan alto como era, mostrando una majestad
que el resto del tiempo permanecía oculta. Era allí, en la soledad
de aquella cala olvidada cuando él se podía mostrar, sin saberlo,
tal y como era. Alto, orgulloso, un misterio incomprensible hondo
como el lecho marino. Si alguien lo hubiera visto, habría pensado
que se trataba de algún noble caballero venido del pasado, pero no
había nadie y el deber le llamaba, una vez más, devolviéndole a la
cruda y fría realidad.
Se
levantaba lenta y pesadamente, asqueado con la idea de alejarse, pero
inevitable era para él. Deshacía sus pasos y volvía hacia la
civilización y toda la grandeza y majestad se perdía a medida que
se internaba en las calles de la ciudad. Se encorvaba de nuevo, la
vista caía pesadamente centrándose en el suelo, en el rostro
desaparecía la mirada intensa para ser substituida por una mirada
triste y desinteresada, caían las comisuras de los labios hasta
formar una expresión amarga y sola.
Sólo
ante el mar sus ojos y su rostro dejaba traslucir la verdad, el resto
del tiempo era uno más, uno que no destacaba en la multitud y que no
llamaba la atención de nadie. Infeliz volvía a su monótono trabajo
y día tras día añoraba el mar, hasta que convirtió en una rutina
el ir a aquella cala una vez a la semana, buscando y encontrando paz
en el desconsolado vacío.
Como
por arte de magia, poco a poco el mar y él sintonizaban, en aquella
cala las aguas se agitaban en su ausencia y se calmaban sólo para
él, o eso quería creer. Poco a poco empezó a hablar a las aguas,
primero en susurros y con miedo a ser escuchado, pero poco a poco,
sintiéndose como un loco, fue hablando con más y más fuerza
contándole todo lo que había en su interior, todo eso que no podía
contar en otro lugar y que lastraba ánimo hundiéndolo a las simas
donde no alcanzaba la luz.
Otras
veces se limitaba a escuchar la canción del mar. Con el paso de las
semanas, salvo unas pocas que, por enfermedad, no pudo ir, empezó a
pensar qué instrumento podía imitar la gloria de esa canción y se
frustraba al no encontrar ningún instrumento que fuera perfecto.
Casi lloró cuando se dió cuenta de que ya había rechazado todos
los instrumentos que había conocido y miró derrotado al horizonte,
dónde una tempestad lejana difuminaba con su cortina de lluvia la
puesta de sol. Así fue como empezó a cantar.
Nadie
le había enseñado nunca a cantar, ni había practicado ni entrenado
su voz, era tosco, muchas veces se quedaba sin aire y rompía
abruptamente el canto para recobrar el aliento, pero era hermoso, casi
primitivo, pero hermoso. La voz se le quebraba a menudo y, al ser
incapaz de alzar las notas, se limitaba a su registro de graves,
resultando ser idóneo para cantarle al mar.
Solo
en aquella cala cuando llego el otoño, y también cuando llegó el
invierno, día tras día y estación tras estación, allí estaba él,
enamorado de aquello que jamás podría corresponderle, pero era
feliz a su manera, pues la paz le ganaba en esos momentos, el mar
siempre iba a estar ahí y allí estaría cuando él ya no.
El
leve crujido de la arena lo sacó de su ensoñación y se volvió
bruscamente hacia la fuente del sonido, en actitud defensiva y en
absoluto silencio, pese a llevar cantando horas. Una joven se le
acercaba, vestida con tonos azules y verdes y una larga melena oscura
como las algas que ondeaba mecida por el viento, aquél movimiento
era casi tan hipnótico como el vaivén de las olas. Ella no dijo
nada, se sentó a unas pocas rocas de distancia y suspiró,
sumiéndose en una contemplación similar a la suya.
Durante
varias semanas la situación se repitió, solo que ambos se sentaban
cada vez más cerca, no tuvo que pasar mucho tiempo antes de que él
volviera a cantar, pues contener su canción era como tratar de
contener la marea y como la marea subía y bajaba la canción. Al
poco ella se unió al canto y su voz consiguió que él callara. La
interrupción sorprendió a la joven y lo miró, avergonzada,
temerosa de haber hecho algo malo.
- Yo no... - fluía como la corriente en el mar.
- No temas.. no es nada... llevaba meses buscando la voz del mar. - repuso él, tosco y grave. - No esperaba encontrarla ya.
Ella
se sonrojó, se unieron en un silencioso suspiro mientras miraban el
mar. No necesitaron coordinarse, las olas marcaban el ritmo y la
canción se elevó, impregnando el aire de esa tarde lluviosa. La
lluvia capturó la melodía y la hundió en el mar, aún se puede oir
allí, si se escucha bien.
Desde
aquél día iban y venian los dos juntos y mientras estaban juntos
parecían príncipes, pues en ellos estaba el mar y ambos lo amaban
sobre todas las cosas. Tardaron días en darse cuenta de que, pese a
haberse contado y cantado todo lo que ocultaban sus almas, no se
habían dicho los nombres, la voz y el son del océano. Celebraron su
unión frente al mar, solos, ajenos a cualquier otro y ese día el
mar les sonrió.