jueves, 25 de octubre de 2012

La voz del mar

Volvemos a las andadas, el relato para reiniciar la actividad del blog iba a ser otro, pero este ha sido un arranque y ahora no puedo evitar ponerlo por aquí, no me entretengo más, espero que os guste.


***


La sal en el aire, el canto de las olas, la brisa húmeda y el sol poniente reflejándose anaranjado sobre el agua en constante movimiento. Observaba las aguas con intensidad, olvidandolo todo por unos minutos. Era hipnótico aquel vaivén, amaba el mar y unas pocas veces lo había surcado. La sensación de pequeñez ante la inmensidad, ante un horizonte infinito, era sobrecogedora y permanecía sentado sobre las rocas en absorta contemplación, preguntándose que había más allá de aquella inmensidad azul y si quería realmente descubrirlo.

Los más prosaicos habrían dicho de él que tenía sangre en las venas, pero era una absurdidad que se limitaba al campo físico, insuficiente para describir lo que era realmente. El mar y su alma eran uno, su espíritu era una extensión más de aquél mundo, profundo, insondable, salvaje. Se le erizaba el pelo cuando la tempestad arreciaba, y la saludaba. Mientras se sentaba sobre aquellas rocas, se erguía tan alto como era, mostrando una majestad que el resto del tiempo permanecía oculta. Era allí, en la soledad de aquella cala olvidada cuando él se podía mostrar, sin saberlo, tal y como era. Alto, orgulloso, un misterio incomprensible hondo como el lecho marino. Si alguien lo hubiera visto, habría pensado que se trataba de algún noble caballero venido del pasado, pero no había nadie y el deber le llamaba, una vez más, devolviéndole a la cruda y fría realidad.

Se levantaba lenta y pesadamente, asqueado con la idea de alejarse, pero inevitable era para él. Deshacía sus pasos y volvía hacia la civilización y toda la grandeza y majestad se perdía a medida que se internaba en las calles de la ciudad. Se encorvaba de nuevo, la vista caía pesadamente centrándose en el suelo, en el rostro desaparecía la mirada intensa para ser substituida por una mirada triste y desinteresada, caían las comisuras de los labios hasta formar una expresión amarga y sola.

Sólo ante el mar sus ojos y su rostro dejaba traslucir la verdad, el resto del tiempo era uno más, uno que no destacaba en la multitud y que no llamaba la atención de nadie. Infeliz volvía a su monótono trabajo y día tras día añoraba el mar, hasta que convirtió en una rutina el ir a aquella cala una vez a la semana, buscando y encontrando paz en el desconsolado vacío.

Como por arte de magia, poco a poco el mar y él sintonizaban, en aquella cala las aguas se agitaban en su ausencia y se calmaban sólo para él, o eso quería creer. Poco a poco empezó a hablar a las aguas, primero en susurros y con miedo a ser escuchado, pero poco a poco, sintiéndose como un loco, fue hablando con más y más fuerza contándole todo lo que había en su interior, todo eso que no podía contar en otro lugar y que lastraba ánimo hundiéndolo a las simas donde no alcanzaba la luz.

Otras veces se limitaba a escuchar la canción del mar. Con el paso de las semanas, salvo unas pocas que, por enfermedad, no pudo ir, empezó a pensar qué instrumento podía imitar la gloria de esa canción y se frustraba al no encontrar ningún instrumento que fuera perfecto. Casi lloró cuando se dió cuenta de que ya había rechazado todos los instrumentos que había conocido y miró derrotado al horizonte, dónde una tempestad lejana difuminaba con su cortina de lluvia la puesta de sol. Así fue como empezó a cantar.

Nadie le había enseñado nunca a cantar, ni había practicado ni entrenado su voz, era tosco, muchas veces se quedaba sin aire y rompía abruptamente el canto para recobrar el aliento, pero era hermoso, casi primitivo, pero hermoso. La voz se le quebraba a menudo y, al ser incapaz de alzar las notas, se limitaba a su registro de graves, resultando ser idóneo para cantarle al mar.

Solo en aquella cala cuando llego el otoño, y también cuando llegó el invierno, día tras día y estación tras estación, allí estaba él, enamorado de aquello que jamás podría corresponderle, pero era feliz a su manera, pues la paz le ganaba en esos momentos, el mar siempre iba a estar ahí y allí estaría cuando él ya no.
El leve crujido de la arena lo sacó de su ensoñación y se volvió bruscamente hacia la fuente del sonido, en actitud defensiva y en absoluto silencio, pese a llevar cantando horas. Una joven se le acercaba, vestida con tonos azules y verdes y una larga melena oscura como las algas que ondeaba mecida por el viento, aquél movimiento era casi tan hipnótico como el vaivén de las olas. Ella no dijo nada, se sentó a unas pocas rocas de distancia y suspiró, sumiéndose en una contemplación similar a la suya.

Durante varias semanas la situación se repitió, solo que ambos se sentaban cada vez más cerca, no tuvo que pasar mucho tiempo antes de que él volviera a cantar, pues contener su canción era como tratar de contener la marea y como la marea subía y bajaba la canción. Al poco ella se unió al canto y su voz consiguió que él callara. La interrupción sorprendió a la joven y lo miró, avergonzada, temerosa de haber hecho algo malo.

  • Yo no... - fluía como la corriente en el mar.
  • No temas.. no es nada... llevaba meses buscando la voz del mar. - repuso él, tosco y grave. - No esperaba encontrarla ya.

Ella se sonrojó, se unieron en un silencioso suspiro mientras miraban el mar. No necesitaron coordinarse, las olas marcaban el ritmo y la canción se elevó, impregnando el aire de esa tarde lluviosa. La lluvia capturó la melodía y la hundió en el mar, aún se puede oir allí, si se escucha bien.

Desde aquél día iban y venian los dos juntos y mientras estaban juntos parecían príncipes, pues en ellos estaba el mar y ambos lo amaban sobre todas las cosas. Tardaron días en darse cuenta de que, pese a haberse contado y cantado todo lo que ocultaban sus almas, no se habían dicho los nombres, la voz y el son del océano. Celebraron su unión frente al mar, solos, ajenos a cualquier otro y ese día el mar les sonrió.

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