lunes, 7 de mayo de 2012

Locura (I)


Miles había entrado en tromba, sin importarle la discreción ni la vulgaridad de sus hechizos. Usando fuego y rayo, no había necesitado más que unos segundos para reventar las puertas de la construcción tecnócrata.

En ella ya dominaba el caos antes de que él llegara, la mayoría de aparatos electrónicos estaban bajo la influencia de Haxor, descontrolados, apagados o sometidos a un funcionamiento inadecuado. Aquello, sin saberlo Miles, había facilitado mucho su entrada ya que los defensores de la construcción estaban desperdigados por toda ella y abrumados por la ingente tarea de devolver todo a la normalidad.

El ataque de Miles les había cogido completamente por sorpresa. Sólo dos guardias de seguridad estaban en el Hall, habían tratado de levantar  manualmente la barrera que Miles acababa de destrozar, pero la explosión les había afectado de lleno y habían salido despedidos a varios metros de distancia. Cuando el mago cruzó el umbral y miró a su alrededor, pudo ver los guardias gravemente heridos e inconscientes, no le servían.

Siguió avanzando haciendo explotar cada puerta y despacho que encontraba. Imaginaba que la planta baja y los pisos superiores sólo serían la tapadera, pero no sabía dónde  estaba el acceso a las plantas subterráneas y pretendía causar tanto destrozo como fuera necesario para encontrarla.

María llegó poco después de él. El panorama era descorazonador, aquí y allá habían prendido varios fuegos, el agua caía a raudales desde los sistemas antiincendio. Aquél edificio debía ser de un blanco insípido e impoluto, pese a los tonos rojizos del fuego y a la negrura con la que el humo iba  impregnando las paredes y el techo. El agua estaba helada cuando cruzó la sala. Sólo tenía que seguir el rastro de incendios y el ruido de nuevas explosiones para encontrar al enloquecido hermético.

Vio por el camino a varios desdichados que se habían cruzado con Miles, en su mayoría aún estaban vivos, pero más allá de toda posible cura, el dolor y el sufrimiento eran tan evidentes en sus rostros desencajados que María casi era capaz de sentirlos ella misma. En sus ojos veía el deseo de morir y la súplica para que terminara con su sufrimiento. Le entraron náuseas y corrió hacia adelante con lágrimas en los ojos, llevada por la impotencia y el asco por todo aquello y por si misma.

Miles continuaba con su avance, convertido en una fuerza incontrolada de destrucción, caótica. No distinguía apenas a quien golpeaba o qué era lo que destruía. Aquél edificio era un entramado complejo, casi laberíntico, de pasadizos y habitaciones a menudo sin salida. Aquél último hecho, el de los callejones sin salida, no eran un impedimento para él, que se abría paso a través de las paredes ignorando por pura fuerza de voluntad a toda la paradoja que sus actos estaban generando y que tarde o temprano arremetería contra el mago. María comprendió hasta que punto era cierta la afirmación de que había pocas cosas más peligrosas que un mago fuera de sí.

Un grupo de tecnócratas armados salieron de un ascensor oculto, justo en frente de Miles, y empezaron a disparar. Sus balas eran desviadas por arte de magia. María alcanzó al fin a su compañero y se vio obligada a ponerse a cubierto. El mago hermético presentaba un aspecto terrible. A su alrededor giraba violentamente un viento surgido de la nada, sus ojos brillaban, llameaban con un fuego verdeazulado y, por si fuera poco, una especie de nube de oscuridad se iba extendiendo a sus pies e iba creciendo, ajena al viento.

María temblaba mientras hacía acopio de toda su voluntad para serenarse, sabía que ella era la única que podía detener aquello. Miró las dos pistolas que Dís le había legado con ojos aprensivos. Sabía cómo utilizarlas, su maestro se lo había enseñado. Empuñó una, la mano le temblaba y salió lo suficiente de su cobertura para poder apuntar bien a Miles. Éste le daba la espalda y estaba electrocutando a los tecnócratas con rayos que surgían de las puntas de sus dedos. No le veía la cara, podía imaginársela. Apuntó hacia donde estaba el corazón y sostuvo en alto la pistola conteniendo el aliento.

Los tecnócratas cayeron al suelo, su vida arrancada de cuajo. Miles entró en el ascensor y éste cerró sus puertas. María dejó escapar el aire, desesperada y corrió para llamar al ascensor, no había podido hacerlo y por eso iba a morir más gente.

Desconocía el lenguaje en el que los botones del ascensor estaban escritos y se abofeteó a sí misma para aclarar su mente, necesitaba pensar con claridad. Se concentró, dejó que el azar y la probabilidad inundaran su mente y apretó un botón, sin mirar cual.

Las puertas del ascensor se abrieron y ante sus ojos se mostró un nuevo nivel de aquél edificio infernal. Aquella parte de la construcción no se parecía en nada a la zona superior. Había inscritos en sangre lo que supuso que eran versos en sánscrito, hebreo y latín, no entendía nada de lo que decían pero sí que reconoció los alfabetos. No parecía que Miles hubiera pasado por aquí, todo estaba intacto, pero María era consciente de que si el azar o el destino la habían llevado a esa planta era por algún motivo. Aferrando con fuerza la pistola avanzó con sumo cuidado, tratando de no hacer ruido alguno. A sus espaldas, el ascensor cerró sus puertas y se movió hacia otro piso.

Aquél nivel parecía construido de una forma más sencilla que la planta baja, no había un laberinto ni decenas de habitaciones vacías. El único pasillo que habíaa estaba pobremente iluminado por unas pocas lámparas antiguas que le recordaban a las que aparecen en las minas de las películas americanas, redondeadas y con una pequeña rejilla. Varias tuberías de distintos tamaños se extendían por la esquina superior izquierda así como un variopinto cableado. El pasillo desembocó en una sala rectangular, de techo muy alto, con las paredes cubiertas por distintas capas de inscripciones sangrientas. Toda la sala concentraba un hedor apenas soportable a podredumbre y muerte. Las nauseas asaltaron a María con fuerza y cayó de rodillas.

Arrodillada miró a su alrededor y el espectáculo que se encontró era grotesco: Restos humanos descuartizados y esparcidos aquí y allá eran la fuente del hedor, cubos repletos de sangre coagulada, con brochas alrededor, habían servido para realizar las inscripciones. Las paredes, de gris cemento, sostenían una gran cantidad de cadenas con ganchos, muchos de los cuales tenían restos de animales y pellejos humanos, como si estuvieran ahí para secarse, y el suelo tapizado parcialmente con huesos y carne. En el centro había una especie de camilla o mesa de operaciones reconvertida en altar, con todos los aparatos a su alrededor con el aspecto de llevar abandonados durante decenios, cubiertos de polvo y cera de velas, representaban un conjunto de monitores y brazos robóticos con agujas, cuchillos y otros elementos que María era incapaz de determinar. Parecían, muchos de ellos, contener también restos de sangre reseca. Varios tubos partían de aquél altar hacia los conductos de ventilación y la joven maga prefería ignorar cual era el propósito delos mismos.

Pero todo aquello no era la parte más horrenda del escenario, justo tras el altar había una figura completamente desnuda, con sus dos brazos en alto sosteniendo un puñal. La figura le daba la espalda pero era evidente de que se trataba o se había tratado de una mujer. El cuerpo de aquella mujer era estilizado, hipnótico, su piel era blanca pero estaba recubierta de tatuajes incomprensibles y cicatrices y heridas abiertas por igual, sus curvas habrían suscitado la envidia de numerosas modelos y actrices. Parecía como en trance, con la cabeza perfectamente rapada mirando hacia arriba, su espalda era recorrida por incontables agujas que seguían la senda marcada por su columna vertebral, unidas por hilos. Debido a la penumbra tardó unos segundos en comprender que las vertebras de aquella mujer estaban perfectamente a la vista, faltas de piel que las recubriera. María tragó saliva mientras la mujer posaba el puñal sobre el altar y se giraba hacia ella.

De frente provocaba una mezcla de repulsión y atracción, ambas irresistibles. Los dos pechos, pequeños pero turgentes, llamaban la atención por los piercings que tenía en los pezones y las inscripciones tatuadas que  formaban un aro en torno a la base de cada seno. Su tripa mostraba más cicatrices y escarificaciones con símbolos incomprensibles para María y en las piernas los tatuajes eran delicados, e incluso hermosos. El rostro de aquella mujer era casi angelical, sin cejas ni pestañas, la piel era pura y límpida, los ojos eran negros y brillaban como obsidiana pulida. Su sonrisa embelesadora aisló de pronto a María de todo lo que la rodeaba, olvidado toda la sangre y la muerte, y la llamaba, la llamaba irresistiblemente con una promesa de libertad, de una vida sin arrepentimiento ni miedo. María tomó aire y lo contuvo, levantándose lentamente y avanzando como en una ensoñación, en aquellos ojos había comprensión, aquella mujer había sido como ella y ahora era libre.

Sus manos la acariciaron con dulzura, atrayéndola poco a poco, acercándola a su cuerpo. Su piel era cálida y acogedora. La mujer humedeció sus labios, rojos, con la lengua en un movimiento lascivo y atrajo aún más a María, fundiéndose en un beso apasionado en el que ambas lenguas se encontraron y juguetearon.

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