Miles había entrado en tromba, sin importarle la
discreción ni la vulgaridad de sus hechizos. Usando fuego y rayo, no había
necesitado más que unos segundos para reventar las puertas de la construcción
tecnócrata.
En ella ya dominaba el caos antes de que él llegara,
la mayoría de aparatos electrónicos estaban bajo la influencia de Haxor,
descontrolados, apagados o sometidos a un funcionamiento inadecuado. Aquello,
sin saberlo Miles, había facilitado mucho su entrada ya que los defensores de
la construcción estaban desperdigados por toda ella y abrumados por la ingente
tarea de devolver todo a la normalidad.
El ataque de Miles les había cogido completamente por
sorpresa. Sólo dos guardias de seguridad estaban en el Hall, habían tratado de
levantar manualmente la barrera que
Miles acababa de destrozar, pero la explosión les había afectado de lleno y
habían salido despedidos a varios metros de distancia. Cuando el mago cruzó el
umbral y miró a su alrededor, pudo ver los guardias gravemente heridos e
inconscientes, no le servían.
Siguió avanzando haciendo explotar cada puerta y
despacho que encontraba. Imaginaba que la planta baja y los pisos superiores
sólo serían la tapadera, pero no sabía dónde
estaba el acceso a las plantas subterráneas y pretendía causar tanto
destrozo como fuera necesario para encontrarla.
María llegó poco después de él. El panorama era
descorazonador, aquí y allá habían prendido varios fuegos, el agua caía a raudales
desde los sistemas antiincendio. Aquél edificio debía ser de un blanco insípido
e impoluto, pese a los tonos rojizos del fuego y a la negrura con la que el
humo iba impregnando las paredes y el
techo. El agua estaba helada cuando cruzó la sala. Sólo tenía que seguir el
rastro de incendios y el ruido de nuevas explosiones para encontrar al
enloquecido hermético.
Vio por el camino a varios desdichados que se habían
cruzado con Miles, en su mayoría aún estaban vivos, pero más allá de toda
posible cura, el dolor y el sufrimiento eran tan evidentes en sus rostros
desencajados que María casi era capaz de sentirlos ella misma. En sus ojos veía
el deseo de morir y la súplica para que terminara con su sufrimiento. Le
entraron náuseas y corrió hacia adelante con lágrimas en los ojos, llevada por
la impotencia y el asco por todo aquello y por si misma.
Miles continuaba con su avance, convertido en una
fuerza incontrolada de destrucción, caótica. No distinguía apenas a quien
golpeaba o qué era lo que destruía. Aquél edificio era un entramado complejo,
casi laberíntico, de pasadizos y habitaciones a menudo sin salida. Aquél último
hecho, el de los callejones sin salida, no eran un impedimento para él, que se
abría paso a través de las paredes ignorando por pura fuerza de voluntad a toda
la paradoja que sus actos estaban generando y que tarde o temprano arremetería
contra el mago. María comprendió hasta que punto era cierta la afirmación de
que había pocas cosas más peligrosas que un mago fuera de sí.
Un grupo de tecnócratas armados salieron de un
ascensor oculto, justo en frente de Miles, y empezaron a disparar. Sus balas
eran desviadas por arte de magia. María alcanzó al fin a su compañero y se vio
obligada a ponerse a cubierto. El mago hermético presentaba un aspecto
terrible. A su alrededor giraba violentamente un viento surgido de la nada, sus
ojos brillaban, llameaban con un fuego verdeazulado y, por si fuera poco, una
especie de nube de oscuridad se iba extendiendo a sus pies e iba creciendo, ajena
al viento.
María temblaba mientras hacía acopio de toda su
voluntad para serenarse, sabía que ella era la única que podía detener aquello.
Miró las dos pistolas que Dís le había legado con ojos aprensivos. Sabía cómo
utilizarlas, su maestro se lo había enseñado. Empuñó una, la mano le temblaba y
salió lo suficiente de su cobertura para poder apuntar bien a Miles. Éste le
daba la espalda y estaba electrocutando a los tecnócratas con rayos que surgían
de las puntas de sus dedos. No le veía la cara, podía imaginársela. Apuntó
hacia donde estaba el corazón y sostuvo en alto la pistola conteniendo el
aliento.
Los tecnócratas cayeron al suelo, su vida arrancada de
cuajo. Miles entró en el ascensor y éste cerró sus puertas. María dejó escapar
el aire, desesperada y corrió para llamar al ascensor, no había podido hacerlo
y por eso iba a morir más gente.
Desconocía el lenguaje en el que los botones del
ascensor estaban escritos y se abofeteó a sí misma para aclarar su mente,
necesitaba pensar con claridad. Se concentró, dejó que el azar y la probabilidad
inundaran su mente y apretó un botón, sin mirar cual.
Las puertas del ascensor se abrieron y ante sus ojos
se mostró un nuevo nivel de aquél edificio infernal. Aquella parte de la
construcción no se parecía en nada a la zona superior. Había inscritos en
sangre lo que supuso que eran versos en sánscrito, hebreo y latín, no entendía
nada de lo que decían pero sí que reconoció los alfabetos. No parecía que Miles
hubiera pasado por aquí, todo estaba intacto, pero María era consciente de que
si el azar o el destino la habían llevado a esa planta era por algún motivo.
Aferrando con fuerza la pistola avanzó con sumo cuidado, tratando de no hacer
ruido alguno. A sus espaldas, el ascensor cerró sus puertas y se movió hacia
otro piso.
Aquél nivel parecía construido de una forma más sencilla
que la planta baja, no había un laberinto ni decenas de habitaciones vacías. El
único pasillo que habíaa estaba pobremente iluminado por unas pocas lámparas
antiguas que le recordaban a las que aparecen en las minas de las películas
americanas, redondeadas y con una pequeña rejilla. Varias tuberías de distintos
tamaños se extendían por la esquina superior izquierda así como un variopinto
cableado. El pasillo desembocó en una sala rectangular, de techo muy alto, con
las paredes cubiertas por distintas capas de inscripciones sangrientas. Toda la
sala concentraba un hedor apenas soportable a podredumbre y muerte. Las nauseas
asaltaron a María con fuerza y cayó de rodillas.
Arrodillada miró a su alrededor y el espectáculo que
se encontró era grotesco: Restos humanos descuartizados y esparcidos aquí y
allá eran la fuente del hedor, cubos repletos de sangre coagulada, con brochas
alrededor, habían servido para realizar las inscripciones. Las paredes, de gris
cemento, sostenían una gran cantidad de cadenas con ganchos, muchos de los
cuales tenían restos de animales y pellejos humanos, como si estuvieran ahí
para secarse, y el suelo tapizado parcialmente con huesos y carne. En el centro
había una especie de camilla o mesa de operaciones reconvertida en altar, con
todos los aparatos a su alrededor con el aspecto de llevar abandonados durante
decenios, cubiertos de polvo y cera de velas, representaban un conjunto de
monitores y brazos robóticos con agujas, cuchillos y otros elementos que María
era incapaz de determinar. Parecían, muchos de ellos, contener también restos
de sangre reseca. Varios tubos partían de aquél altar hacia los conductos de ventilación
y la joven maga prefería ignorar cual era el propósito delos mismos.
Pero todo aquello no era la parte más horrenda del
escenario, justo tras el altar había una figura completamente desnuda, con sus
dos brazos en alto sosteniendo un puñal. La figura le daba la espalda pero era
evidente de que se trataba o se había
tratado de una mujer. El cuerpo de aquella mujer era estilizado, hipnótico,
su piel era blanca pero estaba recubierta de tatuajes incomprensibles y
cicatrices y heridas abiertas por igual, sus curvas habrían suscitado la
envidia de numerosas modelos y actrices. Parecía como en trance, con la cabeza
perfectamente rapada mirando hacia arriba, su espalda era recorrida por
incontables agujas que seguían la senda marcada por su columna vertebral,
unidas por hilos. Debido a la penumbra tardó unos segundos en comprender que
las vertebras de aquella mujer estaban perfectamente a la vista, faltas de piel
que las recubriera. María tragó saliva mientras la mujer posaba el puñal sobre
el altar y se giraba hacia ella.
De frente provocaba una mezcla de repulsión y
atracción, ambas irresistibles. Los dos pechos, pequeños pero turgentes,
llamaban la atención por los piercings que tenía en los pezones y las
inscripciones tatuadas que formaban un
aro en torno a la base de cada seno. Su tripa mostraba más cicatrices y
escarificaciones con símbolos incomprensibles para María y en las piernas los
tatuajes eran delicados, e incluso hermosos. El rostro de aquella mujer era
casi angelical, sin cejas ni pestañas, la piel era pura y límpida, los ojos
eran negros y brillaban como obsidiana pulida. Su sonrisa embelesadora aisló de
pronto a María de todo lo que la rodeaba, olvidado toda la sangre y la muerte,
y la llamaba, la llamaba irresistiblemente con una promesa de libertad, de una
vida sin arrepentimiento ni miedo. María tomó aire y lo contuvo, levantándose
lentamente y avanzando como en una ensoñación, en aquellos ojos había
comprensión, aquella mujer había sido como ella y ahora era libre.
Sus manos la acariciaron con dulzura, atrayéndola poco
a poco, acercándola a su cuerpo. Su piel era cálida y acogedora. La mujer
humedeció sus labios, rojos, con la lengua en un movimiento lascivo y atrajo
aún más a María, fundiéndose en un beso apasionado en el que ambas lenguas se
encontraron y juguetearon.
Sexo lesbico entre dos magas, preludio de una muerte atroz?
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