Sonreía concentrado en su tarea, la alquimia era más una
afición para él que una necesidad. Le relajaba la elaboración de pociones y
aquello resultaba, a la par, bastante útil. Las pociones tenían infinidad de
usos y aplicaciones. Mejorar temporalmente sus sentidos, despejar su mente o
fortalecer su cuerpo eran unos pocos ejemplos, ya que había pociones que
curaban enfermedades, aceleraban la recuperación de las heridas y el cansancio,
pociones explosivas, somníferas… Y todas esas las había hecho ya incontables
veces.
Uno de los pocos divertimentos que se permitía era aquél,
la alquimia, a la que dedicaba gran parte de su tiempo de ocio, buscando nuevas
recetas y nuevos retos. Precisión y concentración eran fundamentales, no todos
podían llegar a convertirse en alquimistas pues aquella senda reclamaba mucha
paciencia y un perfeccionismo casi enfermizo debido a los peligros que
entrañaba una mala mezcla.
El gato, negro como la noche, se deslizó imperceptible
dentro de la habitación. Sus ojos, igualmente negros, seguían todos y cada uno
de los mesurados y metódicos movimientos de las manos de su dueño, Sanç. Con un
salto elegante, se posó sobre la encimera que había a la espalda de Sanç.
Sanç tenía unos veinticinco o veintiséis años, nunca se
lo había preguntado y realmente no le importaba. Alto y delgado, exhibía una
gran sobriedad a la hora de vestir, con colores lisos y poco llamativos. Unas
converse o unas zapatillas de trekking solían cubrir sus pies, vaqueros azules
o grises sus piernas y su torso solía estar protegido por camisas de lino u
otros materiales naturales, de colores blancos o beige. Las mangas estaban
ahora arremangadas para evitar ensuciarlas con alguno de los muchos
ingredientes que poblaban la mesa de trabajo y que el gato era incapaz de
reconocer en su totalidad. Llevaba el pelo recogido con una coleta y era de
color negro, liso y perfectamente arreglado. Una poblada barba de dos días
completaban el conjunto, bajo él había una piel blanca que apenas conocía el
sol. Sus ojos eran de un verde claro, anodino. En general su aspecto no llamaba
la atención y aquello, unido a su habitual silencio y seriedad, hacían de él una
persona que era fácil de olvidar y muy difícil de describir.
Aquella habilidad natural para pasar desapercibido
resultaba beneficiosa para un mago como él. Sanç era un Quaesitor, miembro de
la Orden de Hermes que se encargaba de asegurarse del cumplimiento estricto de
las leyes de la Orden y del Concilio. También era, a menudo, el que tenía que
encargarse de resolver los desmanes causados por magos locos o imprudentes,
siempre con la mayor celeridad y de la forma más silenciosa posible.
-
¿Y qué haces hoy, Sanç?
– dijo el gato, hablando con total naturalidad.
-
Somníferos, que quedan
pocos en la reserva, Schrödinger. – respondió, sin dejar de vigilar la
mezcolanza que había puesto a hervir.
-
Ha llegado un nuevo
encargo. – anunció el gato, Schrödinger.
-
Lo sé, me temo que este
será uno largo.
-
¿Cómo cuanto de largo?
-
Lo suficiente como para
que tengamos que irnos a vivir allí una temporada, nos iremos mañana.
El gato saltó a la mesa donde se estaba desarrollando
todo aquél trabajo. Sanç no se había girado para hablar con él, nunca lo hacía
mientras elaboraba pociones.
No le gustaba para nada la idea de cruzar el mar, odiaba
el agua como todos los gatos pese a los drásticos cambios que había vivido años
atrás. Aquella parte de su ser no se la habían quitado.
-
¿Y qué tenemos que hacer
allí? – Schrödinger sabía que había que preguntarlo todo para que Sanç se
dignara a dar la información.
-
Investigar unos casos de
supuesto Infernalismo, asesinatos de magos, ataques a capillas… - suspiró Sanç
– Lo normal.
-
¿Normal? – hasta el
gato, que tan bien conocía a su dueño, sabía lo excepcional del caso.
-
Ni las ironías coges ya,
te vuelves viejo. – sonrió Sanç.
El gato bufó para luego tumbarse sobre el libro de
recetas que estaba consultando Sanç y empezó a lamerse el pelaje para
acicalarse.
-
¿Podrías apartarte del
libro, Schrö?
-
No, aquí se está muy
cómodo. – respondió el gato.
-
Puede, pero siempre
encuentras cómodo aquello en lo que esté trabajando en cada momento.
-
Será que necesitas
divertirte más – se burló el gato. – Ojalá las gatas isleñas no sean tan
insulsas como las de aquí.
-
¿Insulsas? – Sanç enarcó
una ceja.
-
No tienen mucha
conversación, ¿sabes? Sólo maúllan y eso… - aclaró el gato – sirven para pasar
un buen rato, pero poco más.
-
Siempre pensando en lo
mismo, Schrödinger. – le riñó Sanç.
-
Sí, soy un animal por si
no te has dado cuenta, y resulta que tengo mis necesidades. – Schrödinger
entrecerró los ojos – harías bien de seguir más mi ejemplo en eso, que eres un
rancio.
-
Tengo otras prioridades
– se rió mientras mezclaba varias hierbas más.
-
¿Qué puede haber más
importante que la belleza y el cariño de una mujer?
-
No he encontrado la apropiada
aún.
-
Que no hayas encontrado
la apropiada no significa que no puedas ir explorando el terreno. – le repuso,
meneando la cabeza – Además, si no sales de aquí nunca encontraras a esa
“apropiada”.
Sanç calló y continuó con su tarea, odiaba aquellas discusiones
con el gato. Schrödinger continuó acicalándose sobre el libro.
La mañana siguiente la dedicó a preparar las maletas
mientras su gato lo miraba aprensivo. En previsión a una larga estancia, ya
había alquilado una casa allá, enviando a su ayudante por delante, y habían
trasladado la mayor parte de las cosas importantes a la que sería su nueva casa.
El material de alquimia estaba ya totalmente empaquetado y las cajas estaban
cargadas en un camión de mudanzas que ya esperaba en el puerto. La ropa también
estaría preparada cuando terminara aquella maleta y ya sólo faltaría lo
difícil.
-
Sabes que tienes que
hacerlo, Schrö. – con voz cansina.
-
Me niego, es humillante.
–Schrödinger estaba realmente ofendido.
-
Si no te metes en la
jaula no te dejarán subir al barco.
-
Te digo que no, por los
mil demonios, yo no me enjaulo voluntariamente.
-
Te meterás ahí por las
buenas o por las malas, Schrödinger, no tenemos tiempo para esto.
-
Como te me acerques me
aseguraré de dejarte unas marcas preciosas en esa cara que tienes. – entrecerró
los ojos. – y mearé en todos los muebles una vez lleguemos allí.
-
Schrö, en serio, no
tenemos tiempo para esto.
-
¿No eres mago? Pues
consigue que me dejen subir por mi propio pie a ese maldito barco.
-
La magia no debe usarse
para esas frivolidades, Schrö. – le reprendió.
-
¿Así que tu familiar es
una frivolidad, eh?
-
No he dicho eso, Schrö.
-
Es lo que das a
entender.
-
Haz lo que quieras
maldito gato, eres peor que una mujer indecisa. – Sanç tiró la toalla con el
gato y cogió la maleta. – El que pasará hambre serás tú, no yo.
Sanç salió de la habitación y se paseó una última vez por
la casa, completamente vacía y desnuda.
No sentía especial tristeza por abandonar Barcelona en una nueva misión.
Desde que despertara, años atrás, se había sentido bastante desarraigado. Sus
misiones a menudo le llevaban lejos de su hogar, si es que podía llamarlo así.
No sentía paz al entrar en esa casa, no la sentía suya, y aquello seguiría
siendo así cuando volviera de Mallorca, pasara el tiempo que pasara.
No tenía familia, le habían repudiado cuando empezó a
hacer cosas raras y a cambiar, a juntarse con “gente poco conveniente” y a
cambiar de hábitos. A todos los magos les pasaba, el trauma del despertar y la
nueva visión de la realidad hacían que cambiaran para siempre y aquél cambio a
menudo los alejaba de aquellos a los que había querido en algún momento.
Tampoco contaba con muchos amigos, su maestro ya no era
tal, pues tenía un nuevo aprendiz y ahora estaba sólo. El hecho de ser un
Quaesitor conseguía asustar y alejar a
todos los magos, la fama de la casa pesaba demasiado. Muchos consideraban a los
Quaesitores como una especie de policía secreta que se encargaba de reprimir
cualquier discordancia en las tradiciones, eran vistos de la misma manera que
era vista, generalmente, la guardia civil. Una especie de enemigo contra el que
no se puede luchar y que es mejor mantener alejado. La fama de la casa tenía
sus ventajas cuando se trabajaba, pues muchos habían oído bulos sobre
escabrosos procedimientos que usaban para obtener la verdad de sus prisioneros
y la casa no se molestaba en desmentirlos, a veces hasta los potenciaba. El
temor era un arma más en el arsenal de un Quaesitor. Pero aquella misma fama
redundaba en grandes dificultades para establecer relaciones personales o
amistades, todos se ponían en guardia y nunca confiaban.
Los Quasitores, entre sí, tampoco se relacionaban en
exceso. Sus misiones solían ser solitarias y estaban en constante movimiento.
No se asentaban nunca en ningún sitio y rara vez colaboraban dos veces con el
mismo Quaesitor de manera que, aunque muchos sí se conocían, no establecían
relaciones profundas. Sanç, en concreto, contaba entre sus amigos reales a su
familiar, el gato Schrödinger, y a su ayudante, Oriol, un chico ansioso por
aprender alquimia que se pagaba sus clases ayudándole en sus misiones y
haciendo las veces de criado y secretario.